Disparo espectacular de Demetrio Albertini, en el minuto 95, que acaba en la escuadra de Casillas, en el Santiago Bernabéu, y que supuso el empate (2-2), en el último aliento del partido de Liga, de la temporada 2002/2003.
Ahora son muchos los aficionados y simpatizantes colchoneros, sobre todo con un equipo que ha plantado cara a los grandes, ganando dos competiciones de la Europa League: al Fulham (2010) y al Athletic (2012); dos títulos de Supercopa de Europa: al Inter de Milán (2010) y al Chelsea (2012); y por no hablar de la Copa del Rey ganada al Real Madrid, en su feudo, en la temporada 2012/2013, la Liga española conquistada al Barcelona en la última jornada, en el Camp Nou, en la temporada 2013/2014, o la Supercopa de España arrebatada al Real Madrid, en partido doble, en 2014. Todo ello, sin olvidar los dos subcampeonatos de la Copa de Europa ante el Real Madrid, en 2014 y en 2016: derrotas consumadas por la maldición atlética en los momentos finales de un partido, como sucedió en 2014, con ese gol de Sergio Ramos que suponía el empate, de cabeza, en el minuto 93, y la suerte truncada en la lotería de los penaltis, como ocurrió en 2016, tras el penal fallado por Juanfran Torres, que le dio la copa a los merengues.
Pero hubo una época en la que los atléticos no eran muchos, sino más bien pocos. No era un equipo de moda, no podía competir en igualdad de condiciones y no obtenía títulos. En la temporada 1991/1992 el Atlético de Madrid ganaría la Copa del Rey al Real Madrid en el Bernabéu, con un golazo de falta de Schuster y otro de Futre. En 1996, el Atleti haría un doblete ganando la liga con 87 puntos, sacando 4 al Valencia de Luis Aragonés, además de ganar la Copa del Rey al Barcelona con el cabezazo memorable de Pantic en la prórroga. Pero, desde 1996 hasta 2010 hubo una sequía, sumando situaciones infernales como por ejemplo el descenso a Segunda División en la temporada 1999/2000. Ahora bien, el curso 2002/2003, nos remonta a una estación de donde parte nuestra historia.
El Atlético de Madrid llegaba al Santiago Bernabéu para litigar contra el Real Madrid plagado de estrellas a golpe de chequera por el gran Florentino Pérez: Zidane, Ronaldo, Figo… El esfuerzo es secundario cuando el factor dinerario se impone, y vaciando el saco en la mesa, puedes importar al jugador que desees.
Yo estaba en un bar viendo ese partido, en una adolescencia mediocre, como no pudo ser de otra manera en el Reino de España. Tomaba una cerveza siendo menor, y a pesar de tener el Canal Plus en casa, quise sentir la emoción de la manada; por cierto, el partido se difundió en ese canal de pago perteneciente a un macrogrupo acaudalado que se hace llamar progresista y de izquierdas (valga toda la hipocresía). Rodeado de futboleros locos, borrachos, macarras, sujetos de dudosa moralidad adormecidos por el opio hispano, y algún que otro lumbreras, sin mayores ocupaciones de ocio que el balompié, presencié un partido que se puso de cara para los atléticos desde el inicio.
El partido empezó bien para los colchoneros, Roberto Carlos cometió penalti contra José Mari, y Javi Moreno lo ejecutó con un pepinazo que hizo temblar a la portería. Me alegré bastante, y encendí un cigarro, cuando otrora se podía fumar en los bares.
La cosa se puso más de cara cuando el árbitro expulsó a Iván Helguera, lo que provocó la ira de la clientela madridista, que era la mayoría. La roja era muy clara: patada por detrás sin el balón de por medio contra Javi Moreno, era tarjeta corinta. Pero, a pesar de todas las ventajas, la condenación haría que el Madrid remontase el partido, con dos goles de Luis Figo, el que por dinero dejó el Barcelona por el Real Madrid, cosas que a veces suceden en el capitalismo salvaje: el ruido de los billetes carboniza a todo principio rector de adhesión a unos ideales o colores. El primer gol de Figo fue un derechazo que dio en el palo y se coló por el lateral. El segundo, fue obra de un falso penalti, cometido contra Roberto Carlos, en una internada por la izquierda, que hizo el brasileño a toda velocidad, y que le sirvió para simular una entrada de García Calvo, golpeando su pierna contra el cuerpo del rojiblanco.
Salí a que me diera el aire. Bien es cierto, que siempre fui nihilista y apolítico, pero en el fútbol siempre iba con los equipos combativos y callejeros, y estaba muy en contra del imperialismo salvaje del Real Madrid, quien carecía de humildad, defecaba a la cantera y sólo se abría paso de cheque en cheque. El penalti inventado por Roberto Carlos fue una desfachatez de quienes incluso contando con todos los beneficios de capital, hacen trampas para sacar adelante partidos. España siempre fue un país de estraperlistas.
Así, Cosmin Contra hizo un remate que pudo suponer el empate para el Atlético, con un latigazo que casi se cuela entra las piernas de Casillas, quien se rehízo y atrapó el esférico en la misma línea.
Más adelante, García Calvo comete falta contra Figo en una contra merengue y se va a la calle: los dos equipos están con 10 ahora.
Después, Raúl falla solo ante el Mono Burgos, quien le saca la pelota con el muslo. Y posteriormente, se produce la jugada clave del partido: penalti contra Roberto Carlos, de nuevo. Esta vez, tras una carrera rauda del lateral madridista, el defensor atlético llega tarde. Figo, protagonista del hermano rico de la capital lanza pero falla, y se encuentra no a un portero que tiene la destreza de un macaco sino al coraje de un héroe. La pelota golpea en la cara de Burgos, y se rompe la nariz, sangra por los ideales de un club con ánima. Figo yerra, y en ese fallo, se eclipsa la posibilidad de haber finiquitado un encuentro.
Salgo del bar para volver a sentir el viento y así poder abanicar a mis pensamientos funestos cuando un niño está sentado en el escalón de un edificio, cabizbajo, como el que ha perdido toda ilusión por vivir. No necesita confesar que la pobreza dentellea su vida, y que el fútbol, es el único entretenimiento que tiene. Yo le animo a seguir mirando de frente y proseguir la andanza a pesar de las tenebrosidades y las desgracias que nos asolan. Ambos, entramos en el bar y llega la última jugada del partido. Figo, el mercenario, símbolo del madridismo, ha cometido falta en el lateral izquierdo, cerca del área grande. Para el golpeo se dirige un caballero del fútbol: Demetrio Albertini, galanura en el golpeo, y eficacia con el interior, parecen una sinergia muy interesante.
Yo creo que la va a clavar y se lo digo al niño. Albertini la acaricia, y la pelota grita contra el viento en una parábola magnífica, va directa a la escuadra, e Iker, la toca suavemente para sacarla pero el esférico da en el palo, y tras rebotar en la espalda del chico de Móstoles, termina dentro. Nuestro alarido es un seísmo contra el silencio de los merengues y sus puteadas al aire. El chico se sube encima de mí, a mi espalda, y nuestros aullidos son textos de bestialidad reprimida. Ese día, entendemos que la vida, al igual que el fútbol, es un recibir y fracasar. La vida es duelo y marginación, y entre medias, pesadumbre, y si aguantas la presión y permaneces con la creencia de saber cuál es tu potencial, en un momento dado, atacas, atizas a la luminaria que acallaba en tu interior, en la ronda del vacío, y haces de todo esfuerzo perecido y toda insidia de los dioses contra ti, un valor de fuerza.
Albertini la clavó y puso un empate en el minuto 95 y medio, casi 96, que no habría sido posible si el Mono Burgos no hubiera detenido el penalti a Luis Figo con la cara, previamente, jugándose el físico; ensangrentando su cara de dolor para salvar a su equipo. Fue la fe de Albertini, introyectada por la afición que nunca se rinde, la que metió la pelota en la portería. En el banquillo rojiblanco, Luis Aragonés gritaba gol con los ojos bramando la furia del animal pulsional que sólo conoció la fiereza, tabicó su mano en forma de puño y movió su brazo con el encono del torturado que rompió sus cadenas y logró huir, sellando su éxtasis, con la moderación de un buen deportista, en pleno corazón blanco. El detalle más importante es que el entrenador de Hortaleza llevaba chándal, frente a tanto ufano, petulante, fardón y egotista, que chulea un traje. El auténtico entrenador remarca cuál es la vestimenta del instructor de fútbol.
El chico recuperó una ilusión y miró a la vida de otro modo, se dio cuenta de que es posible cambiar cosas del globo externo hostil, con un poco de creencia interior. ¿Y qué somos nosotros sino meras partículas ilusorias? Ese chaval merecía encender la llama de querer lucharle a la vida por algo, lo que fuera.
Yo tengo claro, que el gran gol no es aquél que te da un título sino aquél que te devuelve a un camino descepado por el desenfoque del miedo. La mayoría hablarán del gol de Godín contra el Barcelona que dio una liga, o el de Miranda frente al Real Madrid que dio una copa, pero yo, rememoraré, siempre, el de Demetrio Albertini, que puso una igualada en el último arroz de sudor, en un partido liguero, que sirvió para ajusticiar al opulento, y hacerle ver, que en la vida como en el fútbol, todo se basa en una partida de humano a humano, donde los millones, no siempre ganan al salvajismo de los corazones.
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