domingo, 8 de enero de 2017

Maradona en Sevilla: Lectura Psicoanalítica


Diego Maradona celebra un gol con el Sevilla Fútbol Club en la temporada 1992/1993.



La vida de Diego Armando Maradona siempre anduvo en turbulencia. En 1991 fue castigado con  15 meses de suspensión al dar positivo por cocaína en el Nápoles. Tras cumplir la sanción, decidió marcharse de Italia, al asegurar, que había sido víctima de una venganza mafiosa por parte de gerifaltes oscuros del Alto Poder italiano, que embistieron contra él, tras haber eliminado a la azzurra con su Argentina, en las semifinales del mundial de 1990, celebrado en la tierra itálica.


En 1992, regresó al fútbol, y su destino fue el Sevilla Fútbol Club. Equipo que pagó 750 millones de las antiguas pesetas por él, más del 50% del presupuesto para fichar que tenía en las arcas el conjunto sevillista. Bilardo, entrenador del equipo de Nervión, campeón del mundo con Argentina en 1986, de la mano de Diego, fue su máximo valedor para que fuera a Sevilla. Además, el pelusa ya conocía al Reino de España, el Sevilla no era un equipo monárquico y la tierra andaluza recibía bien a los mestizos; Simeone, que antes de colchonero fue sevillista, era un compatriota que también le esperaba.


En su primer partido, un amistoso frente al Bayern de Munich, de su amigo Matthäus, recibió un homenaje espectacular en el Pizjuán, acaparando las videocámaras de medio mundo. Mandó un balón al larguero de falta, dio una asistencia de gol a Suker y concedió todo un recital de pases. Estaba gordito, pero, era la mejor zurda del mundo. 
La imago y el dolor inconsciente de Diego vino al final del partido, cuando fue entrevistado camino a los vestuarios, y lloró, señalando, que por tropelía exterior o fallo interior no había podido hacer lo único que le ligaba a lo real: jugar al fútbol.


Maradona fue nombrado capitán del Sevilla. El superego del líder reinaba en las llamas de su corazón. Por supuesto, jugaba con el 10 sempiterno besando a su espalda. 

En el imaginario de los rivales estaba la presencia del jugador con más calidad del mundo. Ahora bien, físicamente estaba mal, se notaba su sobrepeso: una panza que fue creciendo y decreciendo a lo largo de la temporada. No tenía la velocidad ni la agilidad que sí florecía en su juventud: el gol del 86 frente a Inglaterra era imposible que pudiera hacerlo. Y además, en situaciones claras de gol, le faltaba la frescura para materializar; fallaba como hombre nietzscheano fisiológicamente viejo y enfermo. Eso sí, su técnica inimitable perduraba, no había desaparecido ni un gramo de ella: controlaba la pelota frente a tres rivales y la sacaba a la banda; la ponía de tacón con la misma astucia; y mudaba el esférico al pie o al hueco, en el milímetro exacto. Tiraba las faltas con la misma aptitud suprema. Y como no podía ser menos, definía desde los 11 metros aguantando hasta el último segundo, y engañando al cancerbero, con la misma tenacidad.

Maradona encontró a su yo ideal cuando en un partido contra el Zaragoza, en el Pizjuán, encuentro que ganaría por 1 a 0 con gol del Dios del fútbol desde los 11 metros, al ir a la esquina del campo, a sacar un córner, encontró una bola de papel. La elevó, le dio dos toques de zurda, uno de diestra, y terminó entregándola al público con el taco izquierdo: ése era Diego, un prestidigitador de la pelota.


Así, la temporada fue larga, jugó 26 partidos, marcó seis goles: de penalti ante el Zaragoza y el Rayo Vallecano; de falta ante el Celta de Vigo, con un latigazo imparable al palo del portero; de volea al Sporting de Gijón, tras un control orientado con el pecho, digno de un mago con prosa de arcángel. Además, también anotó contra el Gimnástico Alcázar de Segunda B, en partido copero, tras una jugada personal que definió con el interior; y marcó al Mérida, de penalti, en la misma competición. 

Por otra parte, dio once asistencias de gol. Sacaba las faltas con la maestría del mejor lanzador de todos los tiempos. La pelota cogía una parábola perfecta que llegaba diligentemente a la cabeza del compañero: Nadie ejecutaba con esa precisión robótica.


Frente al Valencia, en el Pizjuán, dio un pase monumental a la espalda de la defensa del equipo Che, que sirvió a Suker para que con una vaselina magnífica batiera al valencianista González. Carlos Martínez, de Canal Plus, sólo pudo ofrecer su delectación prosódica por el gran Diego. Y por si fuera poco, en ese partido, el 10 hizo la filigrana de recibir en el área de espaldas, controlar con el muslo y deshacerse de Camarasa, a quien le rompió la cintura gracias a un tacón increíble; fue la jugada del partido, aunque no terminó en gol, porque su golpeo con la zurda salió por encima del travesaño. Tras el fallo, Maradona dio una patada de rabia a la valla publicitaria que sonorizó la garra del pelusa: personalidad narcisista sublime.


La mejor jugada de Maradona en el Sevilla fue en este partido contra el Valencia. El asteroide argentino recibió un pase de Suker y remató con el puño en forma de palomita. La pelota acabó dentro, lamiendo la red, y la gente gritó gol, pero el árbitro lo anuló. Sin embargo, era la mano de Dios del Diego, de ese ente que poseía una naturaleza futbolística medio humana, medio célica. Un jugador incapaz de pasar inadvertido en un campo de juego.


Cada vez que intervenía Diego en un partido se producía un giro de inercia. Su fuerza gravitatoria volteaba el ritmo del juego. Contra el Madrid en el Bernabéu perdió 5 a 0: una desolación, pero en el Sánchez Pizjuán, ganó 2 a 0 a los merengues, en el mejor partido del pelusa en el Sevilla, en toda la temporada. Sus controles, sus pases, sus regates… eran obra de una deidad: Hierro, Nando, Lasa y Sanchís sólo podían pararlo con falta; y provocó la expulsión de Ricardo Rocha. Todo el conjunto merengue fue una marioneta bajo la supremacía maradoniana. El astro argentino lo hizo todo, el juego urdía siempre a través de sus botas; incluso engañaba al realizador de televisión cuando sacaba una falta antes de tiempo, lo que le costó una amarilla. Con su dribbling, Diego sorteó a todo el equipo madridista; con sus controles, demostró por qué era el mejor jugador de la liga. Un mago del balompié, que en lo técnico, era el más portentoso del fútbol mundial.

Contra el Barcelona empató 0 a 0, fue un partido demasiado atascado, aunque trenzó una jugada en la que los superaba a todos, y Bakero, tuvo que frenarlo en falta cuando ya encaraba a Guardiola, quien le arrebató la pelota en otra jugada, cuando ya había dejado atrás a dos barcelonistas.


En el estadio sevillista, con Maradona en cancha, el Sevilla sólo perdió ante el Atlético de Madrid (1-3), y eso, a pesar de sus intervenciones cardinales. Como por ejemplo, una jugada de banda en la que regateó a varios rivales y puso un centro perfecto, medido a cuentagotas, que situaba a Simeone solo frente al portero, pero que no supo aprovechar el cholo, por su mal control, y por tanto, la jugada se perdió. Por otra lado, en ese partido, lanzó una falta a la escuadra que Abel Resino sacó de forma espectacular, y además, en otra jugada, tras recibir un pase en el área atlética, desde un córner botado por Conte, donó una asistencia, de largometraje nipón, al segundo palo: de tijereta, pero sin encontrar rematador.


Asimismo, si algo dio Maradona fue bronca y perversión de lo real; delirio y pasiones. Diego era un promotor de histerias colectivas. Su fantasía en las botas, como malabarista balompédico, se asemejaba a sus ademanes, palabras y gritos.


Contra el Tenerife en tierra isleña, fue expulsado al protestar al árbitro, salvajemente, un error que había cometido el juez, quien en vez de expulsar a su paisano Redondo, tras una patada fea del pelucas, que habría supuesto su expulsión, amonestó a Pizzi, argentino que acabaría jugando como futbolista con España; y dirigiendo a Chile, como seleccionador, en su victoria sobre Argentina en la Copa América de 2016. 

Maradona recibió la tarjeta bermeja y se lanzó, poseído por la ira inconsciente, contra el linier, chillando como una bestia tempestuosa sin raciocinio, sangrando a su superyó y haciendo fluir sus pulsiones más caníbales. La policía tuvo que intervenir con vehemencia, y Simeone, casi se pega con un guardia. El pelusa lo enloqueció todo. El público silbaba y aullaba contra Diego y el equipo sevillista. 

Ahora bien, contra el Cádiz, en parcela gaditana, la cosa fue más grave. La policía y sus compañeros lo agarraron con nervio porque iba directo a pegar a un jugador cadista en la zona de los vestuarios, bramando al hedor de la pulsión de hostias, la nacida en la testosterona no reprimida.


En otro encuentro, en tierras gallegas, propinó una patada involuntaria a Albístegui, jugador del Deportivo de La Coruña, al tratar de dar un pase de tijera, y le rompió el tabique nasal, lo que provocó, que el masajista del Sevilla fuera a socorrer al jugador deportivista, al estar más cerca de la acción y ver al jugador chorreando de sangre. Esto enfureció a Bilardo, quien afirmó que al rival hay que pisarlo: una filosofía pragmática, en la que compites no contra un oponente, sino contra un enemigo, por el que no debes sentir ningún tipo de humanidad, sino que debes subyugar si es necesario, y nunca, darle tu mano, así esté en un estado exangüe.


Así, el carácter avieso del argentino lució su peor cara yoica. En la jornada 37, Diego sufrió el displacer de sentirse un objeto. El Sevilla jugaba en el Pizjuán contra el Burgos. En la segunda parte, ganaba 1 a 0, y Diego recibió un balón en el área burlagesa, recortó a un defensa con una técnica prodigiosa y remató a portería, pero el guardameta la estrujó con ambas manos: hubiera sido el 2 a 0 pero no lo fue. El caso es que Maradona había pedido la sustitución en el intermedio, pero Bilardo se había negado, y el médico del Sevilla, le suministró tres inyecciones en la rodilla de antiinflamatorio, para que continuara jugando el partido, pero en el minuto 53, lo sustituyó. Diego reventó de furia, lanzó el brazalete rojo al césped, y se dirigió a Carlos Bilardo cagándose en toda la puta que le había traído a este mundo. Ése fue el último instante de Maradona con la camiseta del Sevilla, puteando y con el odio babeando gotas de aliento sazonadas por la invectiva. Desapareció, yendo a los vestuarios como el eco de la niebla, y nunca más volvió.


Maradona vivió todas las sensaciones como sevillista. Tuvo que buscar al súperhombre endogámico para demostrar al mundo que podía ser un grande; tuvo que litigar contra su sobrepeso y su rodilla adolorida, contra su inactividad… En su primer partido liguero frente al Athletic, resoplaba porque le faltaba el aliento. Llevó todos los peinados: melena larga y pelo corto, incluso lució perilla. Lloró de emoción al volver a ser hombre y retornar a un césped vestido de corto; fue expulsado por su aullido díscolo; regresó con asistencias de lujo; reapareció con goles de falta, penalti y volea; insultó a su entrenador en la desesperación de verse traicionado; tornó su cuerpo a una cancha para volver a escuchar su nombre coreado; hizo sangrar a otro compañero de profesión de una patada; halló al Caniggia a quien surtir de pases: Davor Suker… ¡lo vivió todo!


Pero, sobre todo, Diego Armando Maradona retornó al balompié, para coger la forma necesaria y poder ir a un mundial, al que fue, el de 1994, el de Estados Unidos, donde reiteró, que era el mejor del mundo, y lo era, por encima de Romario, Stoichkov y Roberto Baggio, pero el consumo de estimulantes ilegales, lo mutiló a los avernos y fue expulsado. En dos partidos demostró que era el número uno del planeta. Tenía el pase de Xavi Hernández, el regate de Andrés Iniesta y el golpeo de Lionel Messi: todo en uno. El mejor gol del mundial fue suyo: recibió un pase de Redondo, en la línea frontal del área grande, y descerrajó un zurdazo que se coló por toda la escuadra. Lo celebró mirando a cámara, con la conciencia desgajada, con la fiereza en el negror de los ojos, con un grito que salió de las entrañas pulsionales de una bestia.

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